El Maracanazo español
“A un matemático experto le respondió un ignorante: Es verdad, pero no es cierto.” Ezequiel Martínez Estrada. Apenas me enteré de que Nadal no vendría a la Argentina a disputar la final de la Davis, les dije a algunos amigos (incluso a uno que escribe en este sitio, así que hay testigos cercanos) que el campeón sería España. En este punto, quizás se pregunten: 1) ¿Qué hace un crítico de cine hablando de tenis? 2) ¿Cómo sabía este que España ganaría sin su mejor jugador? Al punto 1 no responderé con ninguna justificación demasiado relevante, más allá de que miro mucho tenis desde hace años. Por otra parte, y como antecedente y salvando las distancias, el crítico francés Serge Daney escribió sobre tenis (algunos de sus excelentes artículos pueden leerse en el muy buen último número de la revista Las ranas). El resto de este artículo intentará responder al punto 2, pero les adelanto que básicamente tiene que ver con algunas cuestiones enseñadas por el cine y por otro relato deportivo, que hacían prever algo de lo que finalmente, fatalmente, ocurrió.
Muchos deportes, pero especialmente el básquet, el boxeo y el tenis, tienen fuertes componentes de narrativa de suspenso. También tienen fuertes componentes de narrativa épica, y mucho de agónico. Un knockout inesperado, una remontada en los últimos segundos con varios triples, “dar vuelta” un partido luego de algún match point en contra son grandes momentos de estos deportes. Algo de todo eso se llevó al cine: todo el mundo conoce, por ejemplo, las Rocky de Stallone. En Rocky IV, a Rocky lo vimos perder de local cuando era favorito, tenía todo el poder y, de alguna manera, había ganado por anticipado. Luego, en la Unión Soviética y con todo en contra, ganaría. En esta aciaga final de la Davis –¿la mayor derrota del deporte argentino?– el equipo argentino era local, cambió la superficie de juego, y habló demasiado (recordar el calzón de Nadal mencionado por Del Potro). En el cine, hacer eso equivale a ser el villano, el que perderá con el contrincante más caballeroso y menos poderoso. Sin embargo, España era más poderoso cuando se planteó el enfrentamiento: con Nadal, el número uno del mundo, y con Ferrer en buen estado. Entonces y en esas circunstancias, el hipotético triunfo argentino podría haber tenido el condimento de “ganarle al favorito”. Pero semanas después ya las cosas eran distintas: Ferrer había bajado velozmente de nivel, y Nadal se había lesionado. Ahora el favorito era Argentina, y eso, sumado a lo antedicho, ponía al equipo nacional en una situación de mucha presión y, además, ficcionalmente, en el lugar del equipo poco simpático, el que suele perder en el cine.
Después, en el desarrollo de la serie, se dieron varias –demasiados– condimentos ficcionales. El primer punto lo ganó –arrasó– el favorito, la Argentina, con su símbolo de la Davis, Nalbandián. Luego vino Del Potro vs. Feliciano López. Del Potro es el número 9 del mundo, y López el 30. Y Del Potro, encima, había dicho que prefería jugar contra López antes que con Verdasco. Para sumar ficción, Del Potro ganó el primer set. Pero López ganó los dos siguientes en el tie-break, el desempate, ese momento en el que suele ganar el más enfocado y no necesariamente el mejor. Y el más enfocado, en una final así, es el que tiene menos que perder, más épica desde la cual luchar.
Y llegó el momento del dobles, en donde lo ficcional funcionó aún más, y –arriesgo– parte del público argentino fue determinante para que ganara la pareja española. Hubo dos cuestiones fundamentales: la primera fueron algunos cantos estúpidos y homofóbicos (“putos” “tal se la come, el otro se la da”) principalmente contra Verdasco, que no hicieron más que darle orgullo y mejorarle el juego ¿Ese público nunca vio las Volver al futuro? Un poco como Marty McFly cada vez que le decían “gallina”, Verdasco se hizo poderoso a pura furia bien canalizada. Y llegó el momento clave, cuando en el tie-break del tercer set Argentina ganaba 5-1. Nalbandián hace una doble falta, en el medio de sus saques se escucha que en la hinchada española alguien grita para molestar. Protestas airadas, el público argentino enardecido. Y el marcador 5-2, luego de una inmejorable remontada argentina (que llegó a estar abajo 5 games a 1 en ese set). Tiene que sacar Feliciano López, el público no deja de gritar, al punto de detener demasiado las acciones, de lograr que se fragmente el partido, que el relato se quiebre, que se separe, que se aísle la espectacular remontada argentina de lo que estaba por venir, haciéndoles un gran favor a los españoles. Cuando saca López, el tiempo, el partido, ese set, ese tie-break, son otros: hay futuro para él y para su compañero. Saque ganador de López, el público sigue gritando (no aprende que estos españoles, imperturbables, se agrandan con los gritos). Y López mete otro saque ganador. Luego, una serie de errores argentinos, esto ya era otro partido. Y adiós al set, y adiós a la remontada épica, que le es legada a España, que ya tenía en ese momento todos los elementos de la gran ficción en su triunfo, que terminó de concretarse el domingo, cuando ya era demasiado tarde para que Acasuso (número 48 del mundo y desplazado del dobles) se vistiera de héroe (aunque no estuvo lejos, porque fue quien tuvo “más ficción” de todo el equipo argentino).
Podrán decir que todo este artículo no acierta nunca, que la realidad le pasa muy lejos. Puede ser que este artículo sea pura ficción, pero también lo fue esta final, y el Maracanazo. Para terminar, los dejo con algo de Osvaldo Soriano (en Artistas, locos y criminales) sobre Obdulio Varela, el gran capitán uruguayo de ese partido de 1950: “A los seis minutos del segundo tiempo, Brasil abrió el marcador alentado por las repletas tribunas del Maracaná, inaugurado especialmente para ese torneo. (…) Obdulio, un morocho tallado sobre piedra, fue hacia su arco vencido, levantó la pelota en silencio y la guardó entre el brazo derecho y el cuerpo. Los brasileños ardían de júbilo y pedían más goles. Ese modesto equipo uruguayo, aunque temible, era una buena presa para festejar un título mundial. (…) Tal vez el único que supo comprender el dramatismo de ese instante, de computarlo fríamente, fue el gran Obdulio, capitán –y mucho más– de ese equipo joven que empezaba a desesperarse. Y clavó sus ojos pardos, negros, brillantes, contra tanta luz, e irguió su torso cuadrado, y caminó apenas moviendo los pies, desafiante, sin una palabra para nadie y el mundo tuvo que esperarlo tres minutos para que llegara al medio de la cancha y espetara al juez diez palabras en incomprensible castellano. No tuvo oído para los brasileños que lo insultaban porque comprendían su maniobra genial: Obdulio enfriaba los ánimos, ponía distancia entre el gol y la reanudación para que, desde entonces, el partido –y el rival–, fueran otros.”
[Javier Porta Fouz_HiperCritico.com]