Cuántas portadas de diarios y revistas. Cuántos reportajes y entrevistas en radio y televisión. Cuánto tiempo. Cuánta inversión mediática para que “cualquier cosa” se convierta en fenómeno de masas. Cuánta idiotez condensada en casi tres horas de metraje del que fue director pionero con obras cumbre de la ciencia ficción a sus espaldas. Cuánta parafernalia en cajita feliz. Cuánto sinvergüenza suelto que habla de cine con mayúsculas. Cuánta imprudencia definir este desatino como película. Cuánta ignorancia colocar dicho engendro a la altura de Hitchcock, Buñuel, Welles ó Ford.
Avatar es el producto de lo que nos merecemos, ya no como espectadores sino como consumidores. Pura infantilización del adulto que no quiere dejar de ser niño, porque se siente inmaduro e infeliz. Aquél niño grande que compra videojuegos compulsivamente y adquiere la computadora más cara del mercado que le permita bajar y bajar “cosas” por Internet. Somos avatares del negocio, del máximo beneficio y de una manipulación sin precedentes: Irak no es Pandora; ni Obama es el Mesías que nos salvará.
Hay que ver Avatar, porque toca ahora. Algunos se alegran porque la gente vuelve al cine. El formato 3-D, con su efecto hipnotizador, llena las salas. De la misma forma que dentro de unos meses los televisores 3-D llenarán las salas de nuestras casas. Lo que el 3-D no llena en Avatar es la falta de imaginación, los diálogos simples, personajes desprovistos de características…y todo eso es lo que más indigna. Porque Cameron fue un director referente en el cine de ciencia-ficción, con obras capitales como la mismísima Titanic. Hay radica mi decepción y desasosiego con Avatar. Tanto para tan poco. Nada cambió, todo sigue igual.
AVATAR de James Cameron, EEUU, 2009
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