[Brotar. Dicho del agua: Manar, salir de los manantiales]
El último cine argentino bebe de lo explorado no hace mucho tiempo atrás por sus hacedores. Por suerte o desgracia, casi todas las películas de directores noveles navegan en la herencia de lo que se denominó en su día nuevo cine argentino. Dos referentes. Retjman (LOS GUANTES MÁGICOS) propuso dirigir películas con pocos recursos como camino iniciático. Llinás (HISTORIAS EXTRAORDINARIAS) puso, nunca mejor dicho tratándose de argentino, toda la carne en el asador desde la independencia más radical. Hay una tercera vía, la de la co-producción. Esa obra con destino internacional que vive de acomodos y subvenciones. Producto pseudo-comercial como el mejor Daniel Burman (EL NIDO VACIO).
Otra cosa es el cine que propone LA SANGRE BROTA. Pronto para hablar de un cine de autor (sólo Lucrecia Martel en los tiempos que corren), en este caso se propone la fortaleza de la forma sobre el contenido. Esto provoca una pieza fría y calculada. Todos los movimientos están pautados. No hay lugar para el descubrimiento, todo está dado. La cámara en primer plano enjaula a la emoción, y todo lo que se muestra explica lo de después. Sólo la actuación de Guadalupe Docampo es una bocanada de aire fresco cada vez que aparece en pantalla.
Y resulta que ese tipo de cine gusta a buena parte de la crítica, esa élite que responde a los exabruptos de organismos oficiales (en este caso, el INCAA) que presumen de promover un cine europeo de calidad, cuando debería subvencionarse/defender un cine más latinoamericano, fiel e identitario a la realidad/sociedad que retrata.
Y es de suponer que guste también al público. Lo que vislumbraba ser un cine al margen, se convierte en producto encorsetado. Algo de lenguaje publicitario hay en todo esto (cada vez más, los directores comienzan ahí su carrera, como el mismo Pablo Fendrik): creación de un producto. Fijar las pautas para que la obra sea exitosa y cumpla con el perfil de película “festivalera”. Aprovechar, como sea, la oportunidad cuando, incluso para Aristaráin, es una odisea estrenar una película.
Otra cosa es el cine que propone LA SANGRE BROTA. Pronto para hablar de un cine de autor (sólo Lucrecia Martel en los tiempos que corren), en este caso se propone la fortaleza de la forma sobre el contenido. Esto provoca una pieza fría y calculada. Todos los movimientos están pautados. No hay lugar para el descubrimiento, todo está dado. La cámara en primer plano enjaula a la emoción, y todo lo que se muestra explica lo de después. Sólo la actuación de Guadalupe Docampo es una bocanada de aire fresco cada vez que aparece en pantalla.
Y resulta que ese tipo de cine gusta a buena parte de la crítica, esa élite que responde a los exabruptos de organismos oficiales (en este caso, el INCAA) que presumen de promover un cine europeo de calidad, cuando debería subvencionarse/defender un cine más latinoamericano, fiel e identitario a la realidad/sociedad que retrata.
Y es de suponer que guste también al público. Lo que vislumbraba ser un cine al margen, se convierte en producto encorsetado. Algo de lenguaje publicitario hay en todo esto (cada vez más, los directores comienzan ahí su carrera, como el mismo Pablo Fendrik): creación de un producto. Fijar las pautas para que la obra sea exitosa y cumpla con el perfil de película “festivalera”. Aprovechar, como sea, la oportunidad cuando, incluso para Aristaráin, es una odisea estrenar una película.
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