13 de julio de 2010

CIERTO HOMBRE SOLO


Hace dos años y éste es el tercero que llegué a Buenos Aires en busca de un desconocido. Me quedé para encontrar a mi padre. Tal ausencia en mi vida, convirtió mi viaje en una necesidad personal que no podía dilatarse por más tiempo. Nunca olvidaré aquella noche en la que recibí la llamada. Ese momento de la madrugada que no augura nada bueno, las cuatro de la mañana. Pregunté descosido de incertidumbre con un qué pasa. Lautaro respondió “ya está”. No había por que preocuparse, o sí. Desde ese momento casi no dormí, el insomnio conquistó las horas de sueño y sólo tenía en mente cruzar el Atlántico. Porque detrás de la sentencia de mi amigo Lautaro, prosiguió “nos queda poco tiempo”.

El mismo insomnio, imposible de imaginar, lleno de lágrimas que mi padre tuvo que cargar durante toda su vida. Todo terminó en la España ensangrentada del 39. Mi padre escapaba de la miseria de los perdedores en una posguerra aún peor que cualquier batalla en el frente. Huída hacia un horizonte lejano y en busca de un futuro. Dejaba tras de sí una mujer embarazada, mi madre. Su intención sacrificarlo todo para que su familia tuviera esperanza y pudiera, tarde o temprano, escapar de una tierra arrasada por la desgracia y la desolación. El destino, Argentina. Otro de esos barcos que surcaba todo un océano lleno de hambre y, también, de sueños. Pero, sobre todas las cosas, cargado de toneladas de dolor. Todavía no puedo entender cómo ese barco no se hundió.

Lautaro tenía la respuesta. Fue ancla a mi pasado. La persona que confíe durante unos años la búsqueda de mi padre. Lautaro era niño en uno de esos barcos. Se forjó como persona en la ciudad porteña. Era lo más parecido a lo que, quizás, mi padre hubiese querido. El destino hizo que me encontrara con Lautaro en uno de esos encuentros de Republicanos en el exilio. A uno de esos tantos que frecuenté en busca de respuestas. Nunca olvidaré aquel café en el Círculo de Bellas Artes de Madrid. Allí, mi amigo a partir de ese momento me hizo una promesa. La cumplió.

Me convertí en inmigrante. De hecho, tengo la impresión que siempre lo fui. Al menos así me sentí durante toda mi existencia. Madre murió de pena en el mismo parto. Siempre huérfano en tierra ajena, el mismo país que me hizo perder todo. Fueron mis tíos quienes se ocuparon de mí. Crecí con la incertidumbre de no saber dónde. Viví durante tantos años en soledad. Pero mi suerte había cambiado. Por fin, de una vez por todas, sabría de mis raíces, de mis adentros más profundos.

Sólo necesitaba una respuesta a tantas preguntas. ¿Por qué? ¿Cuál fue el motivo por el que mi padre no volvió a España? ¿Cuál fue la causa que le impidió conocer a su hijo? ¿Sabía de mi existencia? El interminable abrazo con Lautaro en la terminal de Ezeiza, me hizo aterrizar de una vez por todas. Sólo con la mirada supe que mi padre ya no estaba. Con mucho esfuerzo, acabó teniendo su propio negocio gastronómico en una de las esquinas de Once, muy cerca del Hospital Español. Trabajador como ninguno, hablaba lo imprescindible. Se casó. No tuvo hijos. Enviudó años atrás. Murió solo.

Sigo en Buenos Aires intentando explicar los motivos de su ausencia. Quizás ya los entienda, quizás nos los quiera ver. No caben reproches en mi corazón. Soy inmigrante, cierto hombre solo. Hace dos años y éste es el tercero que llegué a Buenos Aires en busca de un desconocido. Me quedé para encontrarme.

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